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JURIMPRUDENCIAS
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Tuesday, July 25, 2006












TE HABLO DESDE LA PRISION


Hoy y en los próximos días no voy a escribir como penalista, como criminólogo, lo voy a hacer como presidiario, desde la experiencia del presidio, pues considero que se lo debo a todos los compañeros de prisión que siguen estando por completo relegados y condenados al olvido. Con mi pluma y con mi autoridad puedo dar cuenta de esa experiencia vital que le significa a un persona estar preso y con ello quiero inquietar y remover la conciencia ciudadana sobre lo que significa la prisión.

Debo confesar que a todos los penalistas, dentro de los cuales me incluyo, el delito nos interesa y lo abordamos como realidad dogmática, pero que una vez impuesta la pena, de ese ser humano, de carne y hueso, que va a la cárcel ya nadie se interesa, ni siquiera los jueces de ejecución de penas. Con este relato quiero llamar la atención a los “repartidores de dolor”, fiscales y jueces, que lo que se debe acabar con la sentencia es el proceso y no al procesado, privado o no de la libertad.

Con esta crónica no pretendo cambiar el discurso sobre la relación delito-prisión sino mostrar el enfoque del que vive el drama del encierro que no se agota con la pérdida de su libertad, de su dignidad, sino que trasciende a la sociedad que lo estigmatiza, lo condena sin juicio previo y lo arroja al escarnio pública, sin consideración alguna con su familia, su profesión o su dignidad.

Puedo decir con autoridad pero con desesperanza que conozco el sistema por fuera y, ahora, lo conozco por dentro, desde la prisión. No es mi queja es el grito desesperado de miles de personas, muchas de ellas inocentes, que no tienen quien los escuche, ni siquiera un abogado, porque la mayoría son de oficio. Tampoco sus esposas porque, con el paso del tiempo, “cogen la curva”, no vuelven y la soledad, el abandono, la frustración y la desesperación se vuelven insoportables.

Nada de lo que voy a relatar es producto de la imaginación…es la cruda realidad y es mi verdad y es la de muchos de mis compañeros en la cárcel Modelo y créanme es distinta a la que, infamemente, ha divulgado la prensa en Ibagué. Busco, también, el equilibrio informativo por cuanto a pesar de todo lo que han escrito los periódicos sobre mi situación, nunca han consultado mi versión. Pero esto es lo de menos, aunque debieran saber que soy inocente hasta que no se me demuestre lo contrario.


RELATO


Me capturaron a las cinco de la mañana del 28 de Mayo, delante de mis hijos, por 20 hombres de la Dijin, vestidos de negro y con unas armas dignas de mejor causa. La fiscal que presidía el allanamiento, con el propósito de aliviar su conciencia, me trató con especial consideración y en el avión en que me trasladaron hasta Bogota, permitió que ocupara, dado mi tamaño, el puesto que yo quisiera y sin esposas. Esta es la única oportunidad en que en desarrollo de este drama se me ha tratado con alguna consideración.

Durante el vuelo y mientras, sin mirar, me asomaba por la ventanilla, por mi cabeza desfilaban incontables pensamientos sobre las razones por la cual además de mi libertad me estaban privando de mi familia, mi trabajo y mi honra. Lo único que me consolaba es que mí inocencia, mas que mis conocimientos, me permitirían recuperar lo que ese día un fiscal, sin juicio previo, me había arrebatado. Todavía confiaba en la justicia.

Ya en Bogota y después de preguntarme si semejante despliegue para capturarme, con vuelo charter incluido, junto con dos indefensas mujeres, se justificaba, dado que no existía, ni existe, ningún motivo para darme el tratamiento de un hombre peligroso. Mi hoja de vida, mi vocación docente, dan cuenta de ello.

Antes de conducirme a los calabozos de la “Sijin” en la Caracas y mientras estaba en las instalaciones de la “Dijin”, en el aeropuerto el Dorado, los oficiales de la Policía quisieron cobrar su premio ante la prensa y exhibirme como una presa, como lo hacen con todos los capturados, ante los medios de comunicación, delante de unos celulares como objetos incautados, ante lo cual, de forma respetuosa pero categórica me negué, por cuanto no tenían ningún derecho a ello y a pesar de que una funcionaria de la policía trató de obligarme, entendió y a regañadientes desistió de consumar el atropello. Total, la prensa tuvo que resignarse con unas cuantas fotos que, sin embargo, eran muy pobres para los fines de la Policía: Mostrar el positivo.

Hacia los calabozos, ya a las cinco de la tarde, me movilizaron en un vehículo blindado, en medio de un despliegue cinematográfico, bajo la custodia de por los menos cien agentes que se desplazaban raudamente por la avenida “El Dorado” hasta mi primer sitio de reclusión en donde, en medio de las lagrimas, me esperaban mi esposa y mis hijos, junto a mi amigo del alma MIGUEL ANTONIO CABALLERO S. El ingreso a dichas instalaciones fue el trago más amargo, no por las condiciones del mismo sino por el drama de mi familia.

Allí, en esas dependencias y en la completa incertidumbre, en una plancha de concreto de cuarenta centímetros de ancho por dos de largo, dentro de un calabozo compartido con Diego, pasé mi primera noche no solo como sindicado sino como recluso, preguntándome en qué había fallado, cuál era mi falta, contra quién había pecado y porqué, de un momento a otro, mi vida había dado semejante vuelco, si en los últimos veinticinco años no había hecho otra cosa que ejercer mi profesión y dedicarme, con vocación familiar, a la educación, de lo que pueden dar fe mis hijos y los cientos de jóvenes que mis alumnos han sido. En fin, esa noche supe de primera mano el drama que vive una persona, inocente, antes de su indagatoria.

A mis alumnos les he enseñado que la indagatoria más que un medio de prueba es un mecanismo de defensa porque es la oportunidad que tiene el sindicado de rendir su versión sobre los hechos, de ser escuchado, de explicarle al fiscal, de justificar, si fuere el caso, su comportamiento, en síntesis, de defenderse, pero me di cuenta, con la mía, que la indagatoria, para los fiscales especializados, no es más que un formalismo que se debe cumplir porque lo ordena la ley en tanto lo que allí diga el sindicado no va a cambiar el prejuicio que lo llevó a librar la orden de captura.

Después de semejante despliegue para capturarme el fiscal, que no es el que actualmente instruye mi proceso, no iba a reconocer que todo fue en vano, que se equivocó. Va y le toca pagar todo lo que costó la logística, el positivo se derrumba y la Policía se molesta. Es más fácil sacrificar al preso que la credibilidad de la Institución, pues con fundamento en sus informes fue que se libró la orden de captura. El fiscal, por creerle al indagado y por reconocer ese embeleco de la presunción de inocencia, no puede salir ahora con que no hay mérito para que continúe privado de su libertad.

También les he enseñado que en virtud del principio de Presunción de Inocencia, la Constitución privilegia el Derecho a la libertad y que esta solo se debe coartar cuando existan motivos legales serios, fundado en pruebas legalmente recaudadas, para creer que el sindicado pudo haber sido el autor o partícipe del delito que se investiga y, lo más importante, que la privación de la libertad del sindicado se justifica porque significa un peligro para la comunidad, porque se puede sustraer a la acción de la justicia o porque pueda defraudar la prueba. Pero en mi caso, a pesar de que la privación de mi libertad no era necesaria para cumplir con estas finalidades, se profirió medida de aseguramiento en mi contra y se ordenó mi remisión a la Cárcel Nacional Modelo. Puesto que este escrito no lo quiero utilizar como tribuna para demostrar mi inocencia sino para mostrar las falacias y las infamias del sistema no me detengo en aspectos probatorios.

La llegada a la cárcel en mención, después de cinco días en los calabozos, es la mayor infamia, por el trato degradante, que puede padecer un hombre….continuará


TE HABLO DESDE LA PRISION. (2ª parte)
Debo señalar, con honradez, que el trato que se me dio en las instalaciones de la “sijin”, antes de trasladarme a la cárcel nacional fue, a pesar de las limitadas condiciones del reclusorio, digno y respetuoso por parte de las autoridades de policía, aunque las medidas reglamentarias y disciplinarias resultan, algunas de ellas, absurdas. Pues no otro calificativo se le puede dar, por ejemplo, a la prohibición de ingresar radios, libros, periódicos o despojar de cordones, cinturones, máquinas de afeitar e, inclusive, almohadas a los que ingresaban, dizque para evitar los suicidios, si en el interior de los calabozos lo único que había era cuerdas para secar la ropa y cables de donde, desnudos, colgaban los bombillos. El texto que se permitía era las Biblia, cuyas hojas, por lo finas o poco gramaje, los reclusos utilizaban, como “sábanas”, para armar los cachos de marihuana. La razón que yo, pensando, encontraba para tan absurdas medidas era la que todo el mundo ya sabe: La corrupción, pues si el recluso necesitaba cualquiera de los elementos de prohibida circulación, cualquiera, lo procedente era hablar con la policía de guardia para que, por una generosa colaboración, se levantara la prohibición y ella misma recomendara e hiciera la compra, pues sabían de precios y de los sitios más cercanos donde se podía hacer la adquisición. Como se prohibía, igualmente, el ingreso de dinero, las transacciones se debían hacer desde afuera, con los familiares o través de tarjetas telefónicas que, para el efecto, se constituían en el patrón de cambio.
Todas estas prácticas, como lo contaré detalladamente más adelante, se replicaban en la cárcel Modelo a otros niveles y en más grandes proporciones. Allí, al interior del reclusorio, la disciplina, el aseo, el respeto y el orden lo imponen, por consenso, los mismos internos, bajo la coordinación de uno de ellos que, por lo regular, es el más antiguo, pues es él el que señala los turnos para el aseo, la hora en que se debe hacer, la forma y los horarios en que se deben o pueden utilizar los baños, así como es el encargado de recibir y repartir las comidas. Para ello, para todas estas actividades, cada interno debe, por turnos, prestar su colaboración y si no lo quiere hacer debe pagarle a otro interno para que lo haga y allí, por cualquier peso, lo único que se ofrecen son colaboradores.
Se encuentra uno con todo tipo de personajes, desde los más humildes, desadaptados, desarraigados o conflictivos hasta los más pacientes, sumisos o imponentes. Unos doliéndose de su suerte, otros buscando los errores que los condujo allí, algunos arrepentidos, pero todos confundidos pues hasta ahora empezábamos un largo, tortuoso e incierto camino judicial por recorrer. En fin, toda la condición humana en un solo drama y yo haciendo parte, descarnadamente, de ella.
La comida, suministrada por la policía, tenia, por su empaque de icopor, buena presentación en el exterior, la pobreza se descubriría en su interior porque a pesar de que parecía aseada y llegaba tibia , no pasaba de una porción muy pobre de arroz, una papa o una tajada de plátano, fríjol, arveja o lentejas sin que nunca se asomara entre tal amasijo un trozo, así fuera pequeño, de carne o pollo, para no mencionar, por iluso, un pedazo de pescado, claro que todo se regaba con una sopa fría, desabrida y un jugo artificial aguado. Era el mismo menú para la “cena”, lo que cambiaba era el empaque porque a pesar de que seguía siendo de icopor, era nuevo. El desayuno era cosa aparte, no porque mejorara, sino porque era especial: Una colada aguada de avena, un pedazo de salchichón en medio de un pan duro y una naranja o un mango. El único queso, huevo o chocolate que allí se veía era el que comían los policías en sus desayunos. Para cambiar el menú de cualquiera de los “golpes” se debía acudir al contrabando con la complicidad de los policías a quienes había que invitar para que fueran por a los restaurantes vecinos por una comida decente.
No me puedo quejar de la consideración con que me trataron todos los internos, con absoluto y mutuo respeto, aunque no faltaba el que se quisiera aprovechar de mi temor, mi angustia y mi primiparada pero que inmediatamente eran contrarestado por los otros internos para evitar el desorden y el caos al interior. Quedé sorprendido gratamente del trato que entre ellos, todos, se brindaban, pues en el tiempo en que estuve, que fueron casi ocho días, nunca hubo una pelea, una discusión o una rencilla y por el contrario el espíritu de colaboración y solidaridad que se respiraba no se ve ni siquiera en las más católicas de las iglesias para no mencionar los clubes o las oficinas de trabajo.
Lo cierto es que allí el drama permite que la persona recupere la condición humana, pues como decía en un grafiti, que después encontré replicado en el frontispicio de un pabellón en la “Modelo”, lo que ingresa al sitio de internamiento es el delincuente no el delito. En este orden de cosas fui recuperando, poco a poco, mi sosiego, a pesar de que en las noches no dormía tampoco podía hacerlo en el día y por supuesto todo mi tiempo transcurría dándole paso a mis pensamientos, a mis temores y a mi dolor, multiplicado todo por mi sensación de impotencia y angustia por lo que iba a ser de mis hijos y de mi hogar. Ese peso hacía cada día más insoportable mi reclusión.
Cuando mis pensamientos me lo permitían, que era muy pocas veces, trataba de leer en medio de la algarabía y el bullicio que representaba, por un lado, un televisor con mala señal y peor sonido prendido todo el día y, por otro, corrillos de internos jugando cartas, dominó o contándose sus experiencias delictivas los más. Alguno que otro, al principio, y cuando se colaba la información de que yo, uno de sus compañeros, era abogado, se acercaba a contarme, en busca de una consulta o un consuelo, su caso. Así, poco a poco, fui conociendo, uno a uno, el drama de cada uno de los improvisados amigos de infortunio.
El drama y la incertidumbre se acentuaba a medida que se acercaba la fecha del traslado a la cárcel “Modelo”, adonde inexorablemente sería trasladado, a pesar de que moví cielo y tierra para evitarlo y en contravía de la información que me suministraban “los reincidentes” que, pensaba yo, por tratar de mitigar mi angustia, insistían en que allí era mucho mejor que en la “Sijin”, pues las visitas de los familiares eran todo el día los sábados y domingos y no quince minutos cada domingo como acá; que allí, agregaban, había más espacio, patios, comedores e iba a conocer mucha gente a quien ayudarle, en fin, que no me preocupara.
Lo cierto es que ese día llegó un martes…..

TE HABLO DESDE LA PRISION (3ª Parte)


El día que tanto temía llegó. El martes siguiente, después de un interminable puente festivo, fui remitido, con mis compañeros de infortunio, a la cárcel “Modelo”, para lo cual me despertaron a las cinco de la mañana, con el fin de esperar listo a la patrulla de Policía que habría de trasladarnos. Esperaba para tal efecto un despliegue policivo, con motos, sirenas y patrullas motorizadas, semejante al utilizado para movilizarme, el día de mi captura, del aeropuerto a la estación de policía. Pero no. Ese día solo llegó por nosotros un somnoliento agente de policía, al mando de un furgón, sin ninguna escolta, como único encargado de transportarnos a nuestro sitio de reclusión. Mientras nos movilizaban, al tiempo que por mi cabeza pasaban miles de atropelladas ideas, en medio de un indecible frío producto más del miedo que del clima, por una pequeña ventana del camión, también pasaba la ciudad, que hasta ahora, en forma perezosa, empezaba a despertar.

A las cinco y media de la mañana o media hora más tarde llegamos a la entrada de la temida cárcel, esposados como abordamos, así nos bajaron del transporte, anclados los unos a los otros y nos formaron recostados a la pared, con todos nuestros enseres, colchoneta, cobija, almohada, ropa, utensilios de aseo y mis medicamentos, todos embutidos apresuradamente dentro de un bolsa oscura, de las de depositar basura, porque como les conté no estaban permitidas las maletas de equipaje. Allí, apoyados sobre un muro frió y sucio, veía como, poco a poco, iban llegando otras patrullas con sus respectivas remisiones , conformándose al final, cuando abrieron la puerta del reclusorio, a las siete de la mañana, una interminable fila de casi cien reclusos, unos tan o más asustados que yo, otros ya cancheros, pero todos, eso sí, con la ilusión de salir pronto del encierro que nos esperaba.

Durante la hora que estuve esperando, en medio del helaje y mis compañeros, a que abrieran la puerta del penal, pensaba y todavía no asimilaba lo que estaba pasando, me negaba a creer que eso me estuviera pasando a mi y de vez en cuando interrumpía mis pensamientos para preguntarle al vecino, que al parecer tenia experiencia, cuál era el mejor patio, solo con la esperanza de que me respondiera lo que ya todo el mundo me había dicho: El numero 3 y al cual estaba seguro llegaría por el tráfico de influencias, debo confesarlo, que movilicé mientras estuve en la estación de Policía. Pero el vecino no solo me respondió lo que le pregunté, agregó, para tranquilizarme seguramente, que las cosas no eran tan dramáticas como las adivinó en mi palidecido rostro. También me relató su caso y me dio algunas instrucciones de como comportarme frente a la guardia y frente a los otros internos, a pesar de que yo sabia, en la teoria, que en la prisión existen dos códigos de comportamiento diferentes: El oficial, para llamarlo de alguna manera, representado en los reglamentos que disciplinan la vida en la cárcel y el informal que es el que realmente rige y medidante el cual se regulan las relaciones entre los internos, conforme al cual el deber de fidelidad no es con la gurdia sino con sus compañeros, por lo que nunca se debe suministrar información que pueda perjudicarlos. La experiencia se encargaría de demostrarme que así es, que los presos se rigen por sus propias leyes y se sanciona ejemplarmente a quien no las cumpla.

Pero el miedo que me consumía no era tanto por el presente que me esperaba al interior de la cárcel sino el futuro que me deparaba mi condición de exconvicto cuando saliera de ella, porque yo estaba seguro que, más tarde que temprano, mi situación se aclararía y mi inocencia se encargaría de darme la libertad. La incertidumbre no era tampoco por mi, sino por mi familia, en tanto no sabia como iba a ser tratada por una sociedad que en medio del morbo condena mucho antes que la justicia. En otras palabras, no le temía al fallo de los jueces sino al veredicto de los integrantes de una sociedad cuya verdadera condición humana aflora, en toda su dimensión, frente al infortunio.

De repente fui arrebatado de mis pensamientos por el crujir de una inmensa puerta metálica de dos hojas que se abrieron para darle paso a un camión que, completamente hacinados, como sardinas, transportaba hacia distintos despachos judiciales, en remisión, a decenas de internos con el propósito de atender variadas diligencias. Poco después, a las siete de la mañana, transcurrida una interminable hora, se abrió otra puerta, que en ese momento me pareció un agujero negro, por donde, en medio de los gritos de un guardia, fuimos desfilando, en fila india, esposados unos a otros, y con nuestra carga de ignominia , todos los que ese día alimentaríamos las estadísticas de los detenidos en una más de las cárceles de Colombia. Lo paradójico es que a todos nos estaban privando de la libertad para investigarnos¡, cuando yo le había enseñado a mis alumnos, en medio de mi credulidad, que con la nueva filosofía del sistema acusatorio, primero se investigaba y luego se capturaba.

Trotando, arrastrando unos a otros, fuimos conducidos, como ganado, en un recorrido de casi doscientos metros hasta llegar a una plazoleta circular, al aire libre, en el centro de un desolado patio, donde después de hacernos formar en círculo, en medio de gritos e insultos por parte de la guardia, nos hicieron vaciar sobre el piso mojado y sucio la bolsa negra con todas nuestras pertenencias para, enseguida, hacernos desnudar y proceder, debajo de una pertinaz llovizna, a la más indignante requisa que pueda padecer un ser humano. Aproximadamente diez guardias, jóvenes la mayoría, uniformados y debidamente abrigados, una vez constataron nuestra verguenza, completamente desnudos, en forma desobligante y humillante, ordenaban, mediante gritos, a cada uno de los internos que vaciara los bolsillos de las prendas de las que acababa de despojarse, que las volteara, desocupara su billetera y que se pusiera en cuclillas para revisarle el recto en busca, seguramente, de armas, teléfonos celulares o drogas.

Una vez agotado este ignominioso procedimiento, que se prolongó por otra interminable hora, nos permitieron vestirnos, recoger y empacar nuestras mojadas pertenencias y trasladarnos a lo que, posteriormente supe, se llamaba el bunquer -que es una jaula sucia, con dos baños en pésimo estado, completamente desaseados, sin agua y por supuesto sin papel higiénico para atender las necesidades de los cien reclusos que esa mañana engrosábamos el prontuario de la cárcel Nacional Modelo, - de aproximadamente cinco metros cuadrados, donde depositan a todos los que arriban a la cárcel mientras se les asigna patio, celda o pasillo, ya a las cinco de la tarde.

La larga espera hasta el traslado a los respectivos patios, al filo de las siete de la noche, empezó a las ocho de la mañana, con una formación de varias columnas y con una serie de advertencias, amenazas e instrucciones por parte de la guardia, pues lo primero que hacen es condicionar la utilización del único teléfono al aseo inmediato del recinto y la peluqueada y afeitada inmediata de los mechudos y los no rasurados, para lo que se había dispuesto, por fuera de la jaula, un peluquero que, máquina en mano, iba despachando de manera expedita a cada uno de los usuarios, sin que el derecho al libre desarrollo de la personalidad pudiera ser reclamado por ninguno de los esquilmados. Por supuesto mi problema no era el de la peluqueada, sino, como el de la mayoría, el de la afeitada pues no teníamos los utensilios necesarias para ello, por lo que se nos permitió llegar hasta el sitio donde dejamos nuestras pertenencias, pues no nos permitieron entrar con ellas al bunquer. Los que no tenían, esperaban a que los otros las desocuparan o podían adquirirlas en la cafetería a través de un estafeta que se apareció al otro lado de la reja ofreciendo no solo cuchillas de afeitar sino tarjetas telefónicos, bebidas y comestibles.

Al mismo tiempo que unos voluntarios se ofrecieron a asear el piso de la jaula, aparecieron los rancheros, es decir los internos encargados de cocinar y distribuir los alimentos al interior de la cárcel, con unas inmensas ollas, a las que llaman indios, repartiendo el desayuno que, ese primer día, consistió, para variar, en un café que apenas dejaba adivinar la leche, una colada de avena, un pan y una tajada de salchichón para lo que previamente habían repartido un plato sopero, un plato pando, un pocillo y tres cubiertos, todos de plástico, que debíamos conservar, porque ahí no solo nos servirían el desayuno, sino el almuerzo y la comida de todos los días que permaneciéramos en la cárcel. La sola presentación de los contenedores de aluminio - o de hierro no lo se-, chorreados y humeados, despejó cualquier asomo de hambre que tuviera, además que por mi diabetes no podía consumir este tipo de alimentados, lo que complicaba aún más mi lamentable situación médica.

En el transcurso de la larga espera y después del aseo, el desayuno, la peluqueada, la afeitada y los turnos para usar los baños y el teléfono, nos iban llamando, uno a uno, para la correspondiente reseña, la elaboración de la cartilla biográfica y la foto que hubo necesidad de repetir en varias oportunidades porque el fotógrafo o la cámara no servían, lo cierto es que en eso transcurrió la mañana hasta que llegó el mediodia, con una sopa de frijoles, un plato de arroz y un pedazo de plátano que fue consumido con avidez por la mayoría de los enjaulados, y al que, a pesar del hambre, me rehusé igualmente, mas por cuestiones de salud que de aseo que, sin embargo, traté de paliar con una cocacola dietetica y un almuerzo que vendían los de la cafetería a través del señalado estafeta. De todas maneras debía gastar los pocos pesos que me acompañaban porque al interior del penal, nos lo advirtieron, no se podía ingresar un solo peso, ni siquiera monedas, porque no solo eran decomisadas sino que el portador era disciplinado!.

En medio de todo ese dolor, de esa sensación de impotencia, de soledad a pesar de la algarabía y la multitud, hubo, durante la estadía en la jaula, dos hechos que me llenaron de esperanza: El primero de ellos fue las palabras que durante la formación nos dirigió un guardia , cuyo nombre debería recordar porque fue uno de los pocos cuya condición humana no ha perdido con la profesión, pues acudiendo a la palabra de Dios nos llevó un mensaje de amor, de esperanza, de redención que se prolongó por un lapso de media hora, durante los cuales recobre, un poco, no solo la fe en Dios, sino la confianza en los hombres, pues entendí que no todos eran igual al irresponsable que quiso privarme de mi dignidad mientras averiguaba si era inocente o culpable.

Pero lo que me daba fuerzas para soportar la infamia, lo que me reconciliaba con la vida, lo que al mismo tiempo me hacia sentir el hombre más afortunado, a pesar de lo miserable que me sentía, fue la presencia de mi esposa, que nunca desfalleció, que siempre estuvo a mi lado, desde el primer momento, que sin ningún reclamo, reproche o queja soportó conmigo la carga que significa el estar privado de la libertad y ese día, en el bunquer, cuando apareció al otro lado de la reja, supe que DIOS estaba conmigo y así, con ella y El, cómo me podía sentir desamparado.


Continuará...


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